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Lole, la jefa de todas las artistas flamencas

Referente de figuras como Estrella Morente o Rosalía, la cantante que reventó las costuras de la ortodoxia en los setenta junto al guitarrista Manuel Molina mantiene activa su influencia

Lole Montoya, en Madrid en 2016.
Lole Montoya, en Madrid en 2016.Carlos Rosillo

Pasa la vida, pero la voz de Lole permanece. Casi medio siglo después de la publicación de Nuevo día (1975, Gong), el disco-portento de Lole y Manuel que reventó las costuras del viejo flamenco e iluminó por bulerías bares, coches y habitaciones de todos los rincones del país, la estela del dúo formado por Dolores Montoya y Manuel Molina (fallecido en 2015) sigue presente. Ambos formaron pareja artística y sentimental hasta los años noventa, tuvieron una hija y luego cada uno siguió su carrera en solitario.

Es sabido que Lole es maestra de conocidas cantaoras como Estrella Morente, Niña Pastori o Mayte Martín. Pero su impronta trasciende ortodoxias y marca a artistas planetarias como Rosalía, que ha explicado en Twitter que Lole y Manuel es su grupo favorito “de siempre”, que canta en Instagram Tu mirá —uno de los grandes éxitos del dúo, que forma parte de la banda sonora de Kill Bill. Volumen 2, la película de Tarantino— o que reconoce que Sakura, el último corte de su disco Motomami, está inspirado en los trabajos de la pareja. Y más allá del fenómeno rosaliano, a Lole la adoran cantantes como María Terremoto, Marina Herlop, Sílvia Pérez Cruz o Maria Arnal. Es jefa de todas.

Lole sabe de su influencia antes y ahora. No solo por su música. También por su libertad y su fuerza, por cómo se comportaba o cómo se vestía. Al hablar con ella por teléfono, poco antes del concierto que ofreció el pasado 3 de diciembre en el teatro Los Remedios de Sevilla junto a Juan Carmona, Paco Vega, Josué Rodríguez y Alba Molina, su hija, la artista lo confirma: “Yo sé quién soy. Lo que he hecho. Y soy consciente de que nosotros fuimos un regalo. Creamos el Nuevo Flamenco, y si Camarón estuviera aquí te diría lo mismo”.

La nana de Carla Simón

Su presencia serena, ese cante a los misterios de la tierra y a la belleza cotidiana de la calle, la casa o el campo —fruto de la poesía del letrista Juan Manuel Flores, tercera pieza clave en el dúo—, trasciende lo musical. En el Festival de Venecia de este año, en la sección Cuentos de mujeres Miu Miu, la directora de cine Carla Simón presentó Carta de mi madre para mi hijo, un cortometraje cuyo hilo conductor es Un cuento para mi niño, esa canción del dúo sevillano que dice: “Érase una vez una mariposa blanca que susurraba historias al clavel y a la violeta”.

“Para mí, Lole y Manuel tienen una importancia muy personal, casi mística, porque me conectan con mi madre biológica, que murió cuando yo era pequeña”, explica Simón. Buscando recuerdos sobre su progenitora encontró una carta en la que hablaba de la pareja. Así, siguiendo una pista escrita en un papel, descubrió canciones como Todo es de color, Dime o Anta Oumri, un regalo que, como una madeja invisible, ella transmite ahora a su bebé. En conversación telefónica, Simón reivindica a la pareja que “transformó y reinventó el flamenco”, y opina que a su música, tan contemporánea, “no se le acaba de dar todo el valor que tiene”.

Iba para bailaora

Con prudencia al principio, con más ganas después, Lole se aviene a explicar retazos de su historia mientras anda cuidándose un poco la voz para el concierto en Sevilla, esa voz que cuando era joven y fue con su pareja a visitar un día a un otorrinolaringólogo, este dijo a Manuel: “¡Mira qué color tienen las cuerdas vocales! Esto solo puede ser obra de Dios”, explica ella.

De niña, Lole bailaba fandangos de Huelva en el patio de su casa con su vecina Isabel Pantoja, y de adolescente obtuvo el carnet profesional para bailar en tablaos como Los Gallos y Las Brujas, en Sevilla y en Madrid. A veces cantaba en árabe acompañando a su madre, Antonia Rodríguez, La Negra, gitana cantaora nacida en Orán (Argelia). En esa época la escuchaba ya Manuel, amigo de la familia, guitarrista, miembro del grupo de rock psicodélico andaluz Smash, cantaor y poeta. Entonces él ya sabía, como ella misma, que tenía mucho más que dar.

Ambos empezaron a actuar juntos hacia 1973. Eran flamencos que también escuchaban a Miles Davis, a Ella Fitzgerald, a The Beatles o a Janis Joplin. De eso también bebió su primer disco, Nuevo día, que se convertiría en clásico instantáneo, un fenómeno musical, cultural y social de primer orden. A los conciertos de la pareja en cafés, tablaos o festivales como el de Canet Rock iban lo mismo un hippy, una arquitecta que un oficinista, según el documental Nuevo día, dirigido por Alejandro González Salgado.

Foto de Lole Montoya que aparecía en la portada de su primer disco con Manuel Molina.
Foto de Lole Montoya que aparecía en la portada de su primer disco con Manuel Molina.

“Fueron miembros de familias flamencas de peso y también fueron pieza clave en cierto ambiente contracultural y underground que iluminó Sevilla en la década de los setenta″, explica Gonzalo García Pelayo, polifacético artista, editor del sello Gong y uno de los artífices del primer disco de Lole y Manuel junto con el productor Ricardo Pachón.

En esa España inédita de los primeros pasos de la Transición, la joven pareja ejemplificó ese camino flamante que estaba por venir. Su triunfo fue fulminante y “fueron envidiados porque tenían arte, eran guapos y jóvenes e hicieron mucho dinero”, apunta en el documental el guitarrista Raimundo Amador. Pero también eran respetados. “A Camarón le gustaban mucho y hacía versiones de ellos, de la misma manera que Jimi Hendrix hacía la versión de All Along the Watchtower, de Bob Dylan”, razona Amador.

Como dice alguien de su entorno, “a Lole no le hace falta escuchar flamenco, porque el flamenco es ella”. La voz de la artista, al otro lado del teléfono, concede: “La verdad es que escucho sobre todo góspel. Es lo que me nutre el alma, como escuchar el mar”. Pero más allá de la música, el cante transita por más caminos: “A la hora de cantar todo influye. Lo que hablamos, lo que sentimos... El cuerpo es una maquinita muy bien hecha. Es el estuche de lo que llevamos dentro, y eso lo transmitimos afuera”.

De Lorca al sonido Canterbury

Muchas cosas tuvieron que suceder simultáneamente para que surgiera un grupo así: una voz sobrenatural que traía locos a los técnicos de grabación por su intensidad ―según la leyenda—, una guitarra poderosa, unas letras frescas y un sonido como de cristal. “Fue un momento especial en el que se sumaron muchas capas”, reflexiona Pedro G. Romero, artista, crítico cultural y experto en flamenco. Sentado en una terraza del barrio del Guinardó, en Barcelona, Romero revela: “La música es como una superestructura. Las canciones nos construyen, modulan nuestra biografía mucho más de lo que pensamos”, y las de Lole y Manuel alimentaron y acompañaron a muchos, ya fuera en sus vicisitudes diarias o en la ambición de intentar hacer, también, arte.

Con Nuevo día, y con discos posteriores como Pasaje del Agua, Romero verde o Al alba con alegría (publicados en CBS), Lole y Manuel tuvieron un impacto que desbordó todas las previsiones. Fue una conmoción que se nutrió de “tensiones dialécticas muy interesantes” entre el canon considerado purista y el empuje de lo impensable en el flamenco hasta entonces: guitarras eléctricas, baterías, chelos y violines.

Lole y Manuel, durante una actuación en el teatro Monumental de Madrid en 1995.
Lole y Manuel, durante una actuación en el teatro Monumental de Madrid en 1995. Manuel Montaño (Getty Images)

Hijos de su tiempo, la tesis de Romero es que el dúo unió los caminos del flamenco primigenio con el folk, el blues y lo que se llamó el sonido Canterbury (la escena de psicodelia progresiva surgida en esa ciudad inglesa a finales de los 60 y principios de los 70). Pero insiste: no todo fue inspiración. Hubo mucho trabajo, mucha técnica y muchas otras influencias planeando en el estudio. Eran artistas deudores de Lorca o Antonio Machado, también de ese mundo lírico latinoamericano personificado en los argentinos Atahualpa Yupanqui o Jorge Cafrune. A su vez, estaban “superconectados a lo nuevo”, a bandas como Traffic o a personas como Celestino Coronado, el director de cine y de teatro extremeño ligado al grupo del escenógrafo y coreógrafo británico Lindsay Kemp.

Lole recuerda las ilusiones del principio, lo mucho que les gustaba ensayar, las reacciones a su primer disco. “Mi intuición me decía que estábamos creando algo importante, algo diferente”, y prosigue: “Al escuchar lo que hacíamos, Antonio Mairena (una de las figuras más relevantes en la historia del flamenco) nos dijo: ‘Es que me volvéis loco!’; pero le gustaba lo nuestro. No podía negar que era flamenco”, ríe tranquila.

Definitivamente, “Lole es un mito y no está valorada como que debería”, afirma Romero. Pero su reflexión añade una paradoja: cree que en la cantaora hay cierta resistencia a no dejarse apabullar por la gran industria musical. “Es esa idea de Guy Debord, que decía que muchos de la comunidad gitana no oponían resistencia al capitalismo porque este los atravesaba sin hacer mella en una forma de vida”, dice. Para Romero, en esas resistencias es clave la comunidad, ese refugio que a veces es el barrio, la familia o el culto evangelista.

Parece cierto que Lole tiene sentimientos poco cariñosos con la industria musical. “Ahora solo queda el yo y el dinero / pero tú y yo, niña, tenemos los sueños”, tararea recordando los versos del poeta Flores al preguntarle por el negocio. Asegura que para el disco Nuevo día no firmaron ningún contrato, y en su entorno confirman que están luchando por conseguir los derechos editoriales de sus canciones, que se escuchan en Spotify miles de veces al mes.

Veremos qué pasa. “La vida es siempre igual ―dura, difícil, también con sus alegrías y bendiciones―, pero, no sé, tengo la sensación de que antes había más esperanza”, concluye Lole.

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