¿Puede la religión salvar a los pandilleros de El Salvador?

Muchos en El Salvador creen que la única vía de salida de una pandilla es una bolsa de plástico. Muerto. Sarah Esther Maslin ha descubierto que la iglesia pentecostal puede ser una manera de salir con vida

By Sarah Esther Maslin

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Ululan las sirenas. Rugen los helicópteros. Sale el sol sobre los cerros de San Salvador. Son las 10.30 de la mañana del dos de febrero y acaban de emboscar a nueve policías. Una hora antes habían recibido una llamada que les informaba sobre una casa de seguridad donde varios miembros del Barrio 18 guardaban armas. Cuando llegaron allí, los pandilleros les cayeron encima a ráfagas. Uno de los policías ha muerto. Cinco están en el hospital. Dos cadáveres—identificados como pandilleros por los tatuajes que cubren sus cuerpos—han quedado tirados en el suelo.

A menos de cinco kilómetros, en un pasillo oscuro de una casa en una colonia controlada por la misma pandilla, otro grupo de hombres tatuados se preparan para la acción. Contra las paredes rebotan el eco de sonidos metálicos, música a todo volumen y conversaciones agitadas. Mientras se visten con cuidado, miran sus relojes. A las dos de la tarde intercambian gestos de asentimiento, agarran todo lo que necesitan y abren la puerta.

La luz irrumpe en la habitación que, a cambio, deja salir el olor a pan recién horneado. Los hombres se dividen en parejas. Sobre los hombros, cargan cajas de plástico y parten en rumbos diferentes. Gritan “Pan dulce, pan con ajo, pan con jamón, pizza!”

Cuando las cajas ya están vacías y los bolsillos cargados de monedas, regresan a sus estrechos cuartos en la parte trasera de la iglesia Eben Ezer, el lugar donde funciona su humilde panadería. Hace un año que la iglesia se ha convertido en lugar de refugio para presos que acaban de recuperar la libertad y tratan de abandonar el Barrio 18, una de las pandillas más poderosas de América Central. Para hacerlo, se entregan a Dios.

Está Saúl, cuya hermana lo llevó directamente a la iglesia desde el portón de la cárcel en la que había cumplido 15 años por asesinato. Está Cristóbal, que tras una década escondido en Guatemala regresó a El Salvador sólo para descubrir que la pandilla había reclutado a su hijo adolescente. Está Raúl, con la cara tatuada de la barbilla a la frente “como el diario,”, que cojea a consecuencia de una balacera con la pandilla rival, la MS-13. Está Christofer, que tras cumplir su condena se quedó en la cárcel un mes más porque no tenía quien fuera a buscarlo. La cantidad oscila, pero la iglesia Eben Ezer acoge actualmente a una media docena de personas que tratan de abandonar las pandillas que están devastando su país.

El Salvador es un país exuberante de volcanes, plantaciones de café y cañaverales. También es un país de alambre de espino, vallas, muros, guardias de seguridad y barrios donde los vehículos sólo pueden entrar si bajan los vidrios para que los postes—vigilantes—de las pandillas puedan comprobar de quien se trata.

Una de esas colonias, la Dina, es un revoltijo de casas modestas decoradas con motivos vegetales y luces de navidad y de champas con techos de lámina rodeadas de basura y gallinas embarradas. Al pie de un cerro, bajo un almendro, se encuentra la iglesia Eben Ezer, un edificio de cemento amarillo difícil de distinguir de las casas a su alrededor. Allí es donde un pequeño grupo de fieles se reúne tres veces por semana en una sala de techos altos, sillas de plástico, un escenario para el grupo de músicos que toca durante los servicios pentecostales, un atrio para los pastores y poco más.

Bajo una escalera, en un rincón trasero, hay varias habitaciones en las que habitualmente se reúnen los grupos de estudio de la Biblia, y actualmente los antiguos miembros de la pandilla hacen el pan durante el día y duermen en colchones sobre el suelo de noche. A primera vista, los pastores que dirigen la iglesia hacen una pareja extraña. Nelson Moz es el pastor oficial de Eben Ezer, un hombre de grueso bigote, lentes y cara de niño, pese a ser, en realidad, un cincuentón. Fue a principios del año pasado cuando le abrió las puertas a Wilfredo Gómez, un pandillero convertido en predicador de 41 años, mirada radiante y una iglesia mística: La Final Trompeta.

Ambos pastores reconocen que tratan de hacer algo que para muchos es imposible de lograr: drenar miembros de las poderosas pandillas salvadoreñas. Creen que esa es la última esperanza que le queda al país.


Balas sobre Broadway Un policía asegura una escena de crimen en el centro de San Salvador el 15 de marzo de 2017

Los primeros recuerdos de Gómez están teñidos de violencia. Son las peleas a cuchillo entre sus tíos alcohólicos y los bombardeos de una guerra civil en la que murió uno de cada 60 salvadoreños y que provocó el desplazamiento de uno de cada cuatro.

Cuando tenía 10 años, un hombre alto tocado con gafas Rayban se presentó en el apartamento de su abuela en una colonia pobre de San Salvador y anunció que se llevaba al niño a Los Ángeles. Ese hombre era su padre, un taxista que había tenido que huir del país cuando Gómez tenía tres años debido a su simpatía con la guerrilla. Además era drogadicto, golpeaba a su madre y miró para otro lado cuando su hijo, apenas un adolescente, entró en una pandilla.

El Barrio 18 y la MS-13, su rival más poderoso, nacieron en Los Ángeles. Las crearon los hijos de los refugiados. Comenzaron como grupos de adolescentes que se sentían marginados—los miembros de la MS-13 escuchaban heavy metal—pero terminaron haciéndose con pistolas y machetes para defenderse de otras pandillas, mexicanas y negras.

Gómez vivía en la calle 18 con la Avenida Union, cuna del Barrio 18, y el lugar del cual tomó su nombre. Eclipsado en un inicio por el estilo fresco y moderno de los pandilleros -Dickies anchos y caídos, camiseta blanca sin mangas, Nike Cortez- Gómez no tardó en huir del maltrato al que su padre lo sometía para vivir en la calle. Tampoco tardó mucho en mudarse a la casa del palabrero de la pandilla (su líder local). Para ganarse la vida había que vender droga y mantener a distancia a cualquier posible competidor. “Era un buen soldado, apuntaba maneras”, recuerda. “Yo era el niño que no pensaba.”

Wilfredo Gómez maneja por la ciudad para llevar a un grupo de expandilleros a la iglesia

Paso a paso fue ascendiendo en las filas de la pandilla, asumiendo liderazgo y responsabilidad a base de enfrentamientos con otros pandilleros y de viajes con droga y prostitutas entre Los Ángeles y Las Vegas. Entraba y salía de las cárceles y los hospitales.

Un médico, sorprendido por lo que mostraba una radiografía que le había hecho después de una balacera en la que había recibido cuatro disparos que no habían tocado ningún órgano vital, le preguntó por su nombre de guerra. “Villain” (villano), respondió. “Debería ser Lucky” (afortunado) agregó el doctor.

Pero en 2007 se le acabó la suerte y terminó en un avión, deportado a El Salvador junto a otras 50 personas. Tres meses después fue condenado a diez años de cárcel por robarle la Uzi a un guardaespaldas. Gómez fue uno de entre miles de salvadoreños deportados a El Salvador entre la década de los 90 y principios de este siglo por los gobiernos de Bill Clinton y George Bush. Tras doce años de guerra civil, las instituciones e infraestructuras del país estaban en un estado calamitoso. Los bandos enfrentados en la guerra—una guerrilla de izquierda que pedía una reforma agraria y más democracia y un gobierno de derecha apoyado por Estados Unidos, temeroso hasta la paranoia de cualquier cosa cercana al comunismo—habían firmado la paz sobre el papel, pero la violencia política fue rápidamente sustituida por la criminalidad.

Se aprobó una ley de amnistía que evitó cualquier acción legal contra las atrocidades cometidas en la guerra y dio paso a una cultura marcada por la impunidad. Los partidos políticos surgidos de la guerra civil, muy polarizados, estaban demasiado ocupados en sus disputas internas como para preocuparse por gobernar. Las vidas de los desfavorecidos no habían cambiado demasiado. El Salvador fue uno de los puntos calientes de la guerra fría. Cuando acabó, no bajó la temperatura. Tras las deportaciones masivas, las pandillas se extendieron como lo hace el fuego por un cañaveral. Muchos niños sin oportunidades se fijaban en los recién llegados como Gómez, con su spanglish y su ropa americana. Sus padres, que trabajaban de sol a sol o vivían a miles de kilómetros, en Estados Unidos, no podían aislarlos de ellos.

Hoy hay más de 70.000 pandilleros en El Salvador, Honduras y Guatemala. La MS-13 y las dos facciones del Barrio 18 se han dividido la región entre ellas. Hay lugares donde los servicios públicos son tan escasos que las pandillas influyen más que el gobierno. Patrullan los barrios y revisan documentos de identidad y placas de vehículos para evitar que la policía o sus rivales se acerquen. A diferencia de los cárteles colombianos o los narcos mexicanos, las pandillas centroamericanas no se hacen ricas con el tráfico de drogas. Tampoco mantienen lucrativos conglomerados económicos como las mafias rusa o italiana. El dinero que necesitan para comprar armas y comida proviene de pequeñas extorsiones—la renta—que cobran a los comerciantes y residentes de las zonas que controlan.

Los beneficios no son altos: la mayor parte de los pandilleros, la tropa, gana menos de 65 dólares al mes, la mitad de lo que gana un trabajador del campo. Estos escasos beneficios, según José Miguel Cruz, investigador salvadoreño de la Universidad Internacional de Florida con décadas de trabajo sobre el tema, muestran que el fenómeno de las pandillas es, en realidad, más social que criminal. Sin embargo, eso no ha evitado que los enfrentamientos entre ellas hayan convertido a El Salvador en uno de los países más violentos del mundo. La tasa de homicidios en el país fue de 60 por cada 100.000 habitantes en 2017. La de Nueva York fue de 3,4 homicidios por cada 100.000 habitantes. El año pasado murieron asesinadas 290 personas en Nueva York. Con la tasa de homicidios de El Salvador, en Nueva York habrían muerto 5.130 personas.

En 2013, el fin de una tregua muy inestable entre los líderes de las pandillas y el gobierno terminó provocando un baño de sangre que se convertiría—junto a la extensión de rumores sobre la posibilidad de no ser deportados—en un éxodo de cientos de miles de salvadoreños, hondureños y guatemaltecos a la frontera entre México y Estados Unidos. La llegada de menores no acompañados y el escaso apoyo con el que fueron recibidos alimentaron la espiral de la violencia relacionada con las pandillas entre la comunidad inmigrante de lugares como Long Island, Nueva York o los alrededores de la capital, Washington. El Presidente Donald Trump calificó a los pandilleros de “animales” y se ha aprovechado de un incremento aislado de los asesinatos en determinados lugares para intensificar las redadas migratorias, cancelar programas de asilo para migrantes centroamericanos y pedir la construcción de un muro fronterizo.

Hace ya varios años que la política de Estados Unidos en América Central se centra en la reducción del flujo de migrantes en dirección norte. Como parte de ese esfuerzo, el Departamento de Estado contrató a Cruz en 2016 para liderar un estudio sobre qué motivos llevan a los jóvenes salvadoreños a sumarse a las pandillas y en qué condiciones podrían abandonarlas.

Lo que descubrieron fue que la mayor parte de los pandilleros proviene de familias desintegradas y disfuncionales. Si buscan los recursos que ofrece la pandilla –amistad, protección, apoyo económico, autoestima- es porque no los encuentran en sus casas. La edad media de entrada en la pandilla es a los 15 años. A esa edad, les parece atractiva una vida loca fumando marihuana, controlando a las mujeres de su entorno y exigiendo respeto. Creen que merece la pena el riesgo que asumen ante la policía y sus maltratos, la prisión o la muerte. El informe dice que “Esta visión de las pandillas y su relación con las mismas permanece incuestionable durante los años de la adolescencia, pero comienza a desaparecer a medida que la persona crece, forma una familia propia y se enfrenta a las dificultades causadas por la violencia de pandillas y la persecución de las fuerzas policiales”.

Las dificultades de la vida como integrante de las pandillas no han hecho más que incrementarse en los últimos años a medida que han adquirido cada vez más poder, lo que ha traído consigo una respuesta policial brutal. Las fuerzas de seguridad salvadoreñas mataron a 39 supuestos pandilleros en 2013. En 2016 esa cifra había ascendido a 603. “Ahora, si eres pandillero, todos son tus enemigos”, afirma Cruz. La edad media de los participantes en el estudio es de 25 años—avanzada para los pandilleros, que mueren jóvenes. Más del 60 por ciento explicaba que estaban intentando “calmarse” o dejar la pandilla. El número es altísimo teniendo en cuenta la dificultad implícita a lograrlo. Para ingresar a una pandilla hay que someterse a una paliza perpetrada por los propios compañeros y, en algunos casos, cometer al menos un asesinato. Los tatuajes indican un compromiso de por vida. En El Salvador se dice que la única manera de salir de la pandilla es dentro de una bolsa. Muerto.


Adulto responsable Raúl Valladares y su hijo adoptivo Josué en su casa, frente a la televisión

En 2009, Nilson Bonilla, un interno en la prisión de Izalco, en el sudoeste de El Salvador, tuvo un visión: Su esposa le traía un mensaje de Dios. Tenía que fundar una iglesia y bautizarla a partir de un verso del Libro de los Corintios: “Sucederá en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final. Pues la trompeta sonará y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados.”. Bonilla anunció que Dios lo había elegido para ser el pastor de un nueva congregación llamada La Final Trompeta. Y convenció a otros seis presos para que se le sumaran. Lo que les faltaba en fieles, lo suplían a base de voluntad. Durante los servicios, que ellos llaman “cultos”, hablan lenguas desconocidas, curan enfermos y entran en éxtasis de gratitud a Dios por salvarlos de la pandilla, a la que consideran instrumento del diablo.

Cuando Gómez llegó a Izalco en 2013, el espectáculo de los cultos le devolvió una sensación de vértigo que no había sentido desde que comenzó a caminar con la pandilla cuando era adolescente, adrenalínico y puesto de PCP. “Vi personas así todas tatuadas que lloraban como niños”, recuerda. “Yo decía Dios mío, yo quiero de eso, yo quiero conocer qué es eso”. La Final Trompeta no era la primera iglesia que nacía en una prisión salvadoreña: han sido docenas. Pero ha sobrevivido más tiempo que el resto incluso tras una transferencia masiva de miembros del Barrio 18 a una prisión de máxima seguridad en San Francisco Gotera y la declaración del estado de emergencia en siete prisiones en marzo de 2016.

En represalia por un aumento importante del número de homicidios y la masacre de 11 obreros y agricultores por parte un grupo de pandilleros del Barrio 18, el gobierno aprobó una serie de medidas extraordinarias, diseñadas originalmente para dos semanas pero que ya llevan dos años en vigor. Se eliminaron las visitas de parientes, médicos y jueces así como el tiempo de recreación, con el objetivo de reducir el tráfico de armas, droga y teléfonos.

Ahora, miles de pandilleros pasan 24 horas al día, siete días a la semana, encerrados en sus celdas, hacinados. En octubre de 2016, miembros de La Final Trompeta—entre los que se incluía Gómez, convertido ya en uno de los líderes de la iglesia—le pidieron al director del penal de Gotera si podía transferirlos a una sección diferente en la que pudieran celebrar cultos y vivir en paz, separados de los pandilleros activos. Para su sorpresa, el director accedió. En cuestión de semanas, unos 400 presos anunciaron que dejaban la pandilla para formar parte de la iglesia.

Dejar la vida loca Saúl Masferrer es recibido en la iglesia Eben Ezer por el pastor Moz

Saúl Masferrer era uno de esos presos. Tiene 37 años. Había comenzado a buscar a Dios después de que su madre muriera de un infarto. Cuando el director de la prisión le negó el permiso para ir al entierro, apeló a un Dios de cuya existencia no estaba seguro. Si me dejas ir al funeral, dejo la pandilla, prometió. Al día siguiente, el director de la prisión había cambiado de opinión. Encadenado en cintura, tobillos y muñecas “como un perro”, y rodeado por cuatro guardias, Masferrer llegó justo antes de que el ataúd fuera depositado en el hoyo. Sus siguientes cuatro años fueron un ir y venir entre la biblia y la pandilla—hasta el éxodo masivo de 2016.

Reconoce que las miserables condiciones del encierro empujaron su decisión final. La convicción religiosa aparecía como motivo necesario pero no único. No lo ve como un logro del gobierno. Insiste en que las medidas extraordinarias impuestas a los pandilleros, que empujaron a muchos a abandonar sus organizaciones, fueron “un camino impuesto por Dios”.

Si El Salvador fue una vez un país mayoritariamente católico, a mediados del siglo XX comenzaron a llegar misioneros evangélicos en gran número. El fracaso de la iglesia establecida, a la hora de estar junto a las víctimas de las campañas de tierra quemada y la represión gubernamental que acompañó a la guerra civil, expulsaron a muchas familias de las catedrales en dirección a esos templos desvencijados que emergían en las barriadas más pobres. Hoy, más del 40% de los salvadoreños manifiestan pertenecer a confesiones protestantes. Las comunidades más pobres se inclinan hacia el pentecostalismo, que huye de pompa, boato y jerarquía y hace énfasis en la transformación personal, la disciplina y un seguimiento estricto de las escrituras.

Para rehabilitar a los pandilleros es necesario ocupar el vacío que los impulsó a entrar en la pandilla en un primer momento. El pentecostalismo ofrece una mezcla efectiva que comienza por la determinación individual y acaba por generar comunidades con vínculos muy estrechos. Los líderes de la pandilla pueden reconvertirse en pastores y sus soldados, obedientes, en ovejas (la palabra que usan los presos de Gotera para denominarse a sí mismos). La religión les reconforta y ofrece el perdón que necesitan aquellos que han cometido los crímenes más abyectos.

Alrededor del 95 por ciento de los presos que Cruz entrevistó afirmaron que su relación con Dios es muy importante para ellos. Más de la mitad creen que formar parte de la iglesia es el método más efectivo para dejar la pandilla. Muchos juran que es el único método.

Las pandillas mantienen su estructura de poder a través de un inmenso ejército: los desertores debilitan esa imagen de fuerza que necesitan proyectar. Los pandilleros tienen información sensible. Saben donde hay depósitos de armas y fosas clandestinas. Conocen la estructura de liderazgo de la pandilla y el funcionamiento de las redes de extorsión. Las pandillas tienen que manejar el riesgo que genera la salida de miembros y por eso la negociación es delicada. Los de más edad, que ya han demostrado ser dignos de confianza, lo tienen más fácil. También quienes van a la iglesia, evitan el alcohol y las drogas y se alejan de las actividades vinculadas a la vida loca. La religión es, de algún modo, un dispositivo de control y seguimiento que permite que la pandilla continúe al tanto de las actividades de quienes la abandonan.

Es por eso que la iglesia Eben Ezer en la Colonia Dina tiene una relación delicada con la pandilla. Comenzó gracias a Raúl Valladares, el converso tatuado de arriba abajo. Nacido y criado en la colonia, a los 10 años ya era pandillero. Pasó cinco años en la cárcel por posesión de armas y robo. Dejó atrás su pasado “pirotécnico” al convertirse y hacerse cristiano en 2006. Su compromiso con Dios sobrevivió al asesinato de su esposa apenas un día después de que se casaran. Cuando sus panas del Barrio 18 le ofrecieron venganza, Valladares se negó. Después de esa respuesta, la pandilla se tomó en serio su transformación. Estuvo a punto de volver a unirse en 2012 cuando salió de prisión y terminó durmiendo en una casa abandonada donde los pandilleros se juntaban a fumar piedra y planear sus actividades. Desesperado, pidió quedarse unos días en la iglesia Eben Ezer. El pastor Moz se lo permitió aunque algunos fieles se fueron, enfadados. Valladares acabó viviendo allí durante cinco años.

El año pasado se mudó a vivir con una mujer a la que conoció a través de Facebook. Cuida a sus hijos mientras ella trabaja. Se maquilla la cara para ocultar sus tatuajes y protegerse del riesgo de que alguien le identifique cuando salen a cenar. Aunque dejó el Barrio 18 hace más de una década, aún necesitó su permiso para pasar al programa de eliminación de tatuajes a través de láser, algo que implica ir a la consulta de un médico donde le aplican dosis intensas de luz sobre cada centímetro de la piel hasta terminar con el pigmento de los tatuajes. Tiene docenas. Quitárselos todos podría tardar hasta una década

Moz recordó el ejemplo exitoso de Valladares cuando a principios de 2017, La Final Trompeta buscaba una nueva sede. Uno a uno, sus fieles habían salido de la cárcel y no tenían donde ir. El pastor hizo lo mismo que había hecho antes. Dejó a un par de ellos quedarse en la iglesia y comenzó a compartir los cultos dominicales con Gómez, que dirigía La Final Trompeta desde su salida de prisión en enero de 2017. No pasó mucho tiempo antes de que la parte trasera de la iglesia de Moz se convirtiera en refugio de ex pandilleros. Ahora hasta media docena viven allí y otra media docena se suman a las actividades y los cultos.

Moz cuestiona la asunción de que las pandillas sean todopoderosas. Una bochornosa tarde de domingo, el pasado diciembre, erguido sobre un estrado, dirigía a un grupo de fieles que cantaban y se movían al ritmo marcado por un banda de rock situada a sus espaldas. Entre hosannas y amenes el pastor contaba la historia de los israelitas abandonando Egipto: “Hay muchos que han sido libres pero su mente sigue siendo mente de esclavo”, murmuraba pegado a un micrófono. Y miraba a las filas de expandilleros, ojos cerrados, manos alzadas al cielo, camisas abotonadas, que tenía frente a él. “Estamos viviendo en un mundo tan perverso que hay gente que a muchos de los que están aquí los quisiera ver tirados en una cuneta”, dice. “Los fracasos de tus padres no van a ser tus fracasos”.

El éxito de La Final Trompeta es delicado. Cruz cree que se trata de una burbuja. Los programas de rehabilitación no podrían ser otra cosa en países como El Salvador, donde las pandillas controlan cuadra a cuadra, la policía dispara antes de preguntar, y siglos de derramamiento de sangre le han enseñado a la sociedad a resolver sus problemas a través de la violencia. Las paredes de los penales de Izalco y Goteras ofrecen cierto refugio a los pandilleros en su proceso de conversión al cristianismo. En el mundo real, las paredes de las iglesias son mucho más débiles que las de las cárceles.

Las iglesias tienen una ventaja práctica a la hora de salvar las almas de los mareros. Son la única institución casi tan ubicua como la propia pandilla. En palabras del propio pastor Moz: “Las iglesias están por todo el país, hasta el último cerro.” Desearía que más pastores se sumaran a su intento de rehabilitar pandilleros. Pero aunque muchas iglesias han abierto sus puertas, apenas un puñado ofrece refugio y apoyo a largo plazo. Alojar a expresidiarios implica asumir un riesgo considerable y por eso La Final Trompeta tiene tantas normas. Prohibidas las peleas, prohibidos los insultos, prohibido beber, prohibido fumar, prohibida la droga, prohibido el sexo extramatrimonial. Hay que respetar a los demás. No debes llamar la atención hacia vos mismo. Hay que vestir con mangas largas, ocultar los tatuajes. Pedir permiso a los pastores para salir de la iglesia. Decirle a la familia que si quiere verte tiene que hacerlo en la iglesia. Prohibido—terminantemente prohibido—regresar al lugar de origen.

Moz y Gómez explican a los recién llegados que las reglas tienen como objetivo generar distancia respecto a todo aquello y aquellos que pueden llevarlos a fracasar: respecto a la policía, que abusa de ellos; respecto a la sociedad, que se avergüenza de ellos; respecto a la MS-13, que quiere matarlos; respecto al Barrio 18, que intenta amenazarlos o tentarlos con dinero. La panadería tiene como objetivo generar un ingreso y algunas horas de libertad. Pero cuando salen a vender pan por las calles deben detenerse de manera abrupta en ciertos lugares. En lo alto de una cerro, un casa amarilla marca la línea donde termina el territorio controlado por el Barrio 18 y comienza el de la MS-13. Su santuario es, al mismo tiempo, su prisión.

Un día típico, la panadería saca entre 80 y 100 dólares, que se van directos a pagar la materia prima necesaria para el día siguiente. Lo que sobre se divide entre los trabajadores, que pueden llevarse cuatro o cinco dólares cada uno. Siete con suerte. El 19 de octubre de 2017 no había suerte. La policía irrumpió en la panadería y se llevó a cinco de los muchachos por “asociaciones ilícitas”, el cajón de sastre legal para casi todo lo relacionado con la pandilla. No les importó que los hombres insistieran en que habían abandonado el Barrio 18. “Ante los ojos de la mayor parte de los salvadoreños, son todos iguales”, explica Jeanne Rikkers, activista en defensa de los derechos humanos de nacionalidad estadounidense que lleva veinte años trabajando en El Salvador. El Ministro de Seguridad, Mauricio Ramírez Landaverde, reconoce que la propia ley no diferencia entre miembros y exmiembros de las pandillas.

La represión ha sido la tónica dominante en la respuesta del gobierno a las pandillas. Hasta que se declaró la inconstitucionalidad de la conocida como “ley antimaras”, en 2014, la policía podía encarcelar a alguien por el simple hecho de andar tatuado. La población penitenciaria pasó de 7.754 presos en el año 2000 a más de 35.000 en 2017. Un tercio nunca ha sido acusado de nada. Sin programas de rehabilitación ni espacio suficiente para mantenerlos detenidos, lo que provoca que vivan hacinados como animales, las prisiones se han convertido en “universidades del crimen” según el propio director del sistema penitenciario, Marco Tulio Lima. Un joven que entra con una vinculación mínima con una pandilla sale convertido en un criminal experto.

Durante casi un año, a partir de marzo de 2012, el gobierno salvadoreño convenció a las pandillas para que dejaran de matarse. A cambio, sus líderes fueron transferidos a penales con reglas más laxas y se les prometieron programas de rehabilitación y puestos de trabajo. Durante esa tregua, el índice de homicidios bajó a la mitad y se demostró que si se les ofrecía una alternativa a los pandilleros, la mayoría dejaría la violencia. Pero aquellas promesas nunca se cumplieron y la mayoría de la población rechazaba la idea de que su gobierno negociara con criminales. Cuando comenzaron a salir a la luz los detalles escabrosos que habían rondado el proceso—pantallas de plasma en los penales, bailarinas desnudas, miles de cajas de pollo frito para los reos—la idea de dialogar con pandillas empezó a convertirse en un tabú.

A mediados de 2013, el gobierno redobló su política de mano dura y se distanció totalmente de cualquier gesto que pudiera implicar simpatía hacia los pandilleros. Un proyecto para la “prevención, rehabilitación y retiro de miembros de maras y pandillas” languidece desde hace ocho años en las gavetas del congreso. El Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha designado a la MS-13 como organización terrorista. Eso implica que cualquier trato con la pandilla sea un delito federal para Estados Unidos. Hay excepciones, pero pocas instituciones salvadoreñas tienen interés en trabajar con expandilleros. Sólo una empresa—se llama League y cose ropa para universidades estadounidenses—ha decidido contratarlos sistemáticamente. Para los pandilleros, hornear pan es lo que hay.


Comienza la lección Antiguos miembros del Barrio 18 reciben una clase de química en la prisión de San Francisco Gotera

s de un millar de los 1.300 internos en el penal de Gotera han renunciado a sus vínculos con las pandillas y se han declarado cristianos renacidos. El año pasado, el director del penal, Oscar Benavides, introdujo un programa de rehabilitación llamado “Yo Cambio”. Una tarde en diciembre, en celdas con las paredes pintadas de colores vivos, un grupo de presos mostraba sus “actividades productivas”—las que, en teoría, deberían servir para ayudarlos una vez salgan de prisión. Tejían hamacas, cosían calzonetas, fabricaban estanterías, estampaban camisetas con el lema “Jesús salva”. La clase más popular era la de inglés. “Good afternoon” decían al unísono 30 hombres encajados en pupitres para niños, algunos con demonios y tatuajes pintados en la calva.

En el lado opuesto del edificio, otros 250 presos, los que se negaban a abandonar la pandilla, vivían encerrados, hacinados, en un recinto lleno de basura del tamaño de una pista de tenis. Benavides dijo que el ritmo de conversiones era de una o dos al día. (La inspiración divina puede tener menos que ver que el hecho de que, en tanto cristiano, puedes dejar esa celda y usar un baño con puerta.)

El futuro de ese éxodo depende de lo que les pase a esos hombres una vez recuperen la libertad. Los habitantes de la iglesia Eben Ezer acaban de pintar las paredes, han colocado una puerta en la ducha y han comenzado a juntar dinero para instalar una cámara de seguridad que les avisará la próxima vez que llegue la policía. Gómez busca un espacio más amplio. En sus condiciones actuales, la iglesia sólo puede acomodar a una cantidad mínima de los miembros liberados de La Final Trompeta. “El gobierno creó un pasillo con las medidas extraordinarias, pero olvidó de crear una salida”, dice Moz.

La Final Trompeta también ha perdido miembros. Un hombre que no pudo resistirse a regresar a su ciudad apareció muerto apenas dos semanas después. Julio Marroquín, que se puso a vender dulces en el mercado central de San Salvador, fue detenido después de que alguien distinguiera sus tatuajes bajo varias capas de maquillaje. Carlos Montano, el pastor que lideró el éxodo masivo en Gotera, no fue capaz de mantenerse alejado de la droga una vez que recobró la libertad.

Otro de los últimos liberados, Josef, un joven que llevaba poco tiempo como converso al cristianismo, dejó la iglesia después de que la policía lo detuviera en dos ocasiones mientras amasaba pan y lo vendía. Cuando el grupo de pandilleros del Barrio 18 atacó al grupo de policías el dos de febrero, el gobierno trató de buscar a un culpable. Dijo a la prensa que Josef había salido de la casa de seguridad y usado a un niño de seis años como escudo humano. Dos días después, el jefe de policía reconoció que esa “versión preliminar” de los hechos era falsa. Josef dice que nunca estuvo cerca del lugar de los hechos.

La tarde de la emboscada, mientras se ponía el sol y las sirenas se apagaban, los hombres de la Colonia Dina dejaban en el suelo las cajas del pan y agarraban sus biblias. Se metieron en una minivan y salieron rumbo a un terreno vacío en lo alto de un cerro. La policía rondaba. Pero hacía semanas que habían planeado esa tarde de evangelización. Querían mostrar a los habitantes de la zona que su conversión al cristianismo era real. También, convencer a los miembros del Barrio 18 para que se les sumaran en los cultos. Aparecieron pocas familias pero los chicos no cejaron en su empeño. Cantaron, rezaron y hablaron hasta que cayó la noche. Gómez reconoce que “ningún cambio se ha hecho de la noche para la mañana”. La pregunta a la que se enfrenta El Salvador a largo plazo no es si un pandillero puede cambiar. Es sobre la sociedad y su capacidad de crear las condiciones que permitan que ese cambio sea sostenible. “Muchos se preguntan cómo va a terminar esta historia”, dice Moz.

TRANSLATION ALBERTO ARCE PHOTOGRAPHS FRED RAMOS

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