CAMAGÜEY.- Raúl Castro Ruz nació hace ochenta y siete años, el 3 de junio, en Birán, el pequeño Macondo construido a fuerza de trabajo de Don Ángel y de persistencia de Doña Lina. El lugar donde no solo gestaron una familia, sino las esencias primeras del hombre nuevo.

A los seis años, siendo alumno de la escuela cívico-militar del territorio, fruto de una artimaña de su profesor, el sargento Núñez, para ganar grados, va a La Habana, donde termina siendo cargado por el entonces coronel Batista. El “pequeño, simpático y despierto”, juega con las medallas al pecho del oficial, una foto perpetúa el momento como especie de premonición: uno, el pasado sangriento, el otro, el futuro de la verdadera República.

Él, el menor de los tres varones, se une a sus hermanos en las “aventuras” escolares fuera del terruño natal. Ya en el colegio de Belén, en Santiago de Cuba, se niega a estudiar y regresa a Birán. El hijo del patrón no recibe tratamiento especial, trabaja la tierra, en el almacén, y como dependiente de tienda.

Allí conoce los verdaderos dolores del pueblo, sus carencias, sus necesidades, y no se esconde para mostrar su desacuerdo. Ante el riesgo de que por ese camino creciera “como comunista” el padre lo envía para La Habana donde uno de los hermanos mayores, Fidel, era ya un joven abogado.

Nunca más se separarían los hermanos, compartían, más allá de un mismo tronco familiar, sus inquietudes por Cuba. Los dos militan en la lucha por el futuro del país.

Raúl, en 1952, es el primero en el entierro simbólico de la Constitución de 1940 tras el golpe de Estado del tirano Batista. Con la bandera por escudo y altar iba al frente de la procesión, mucho hicieron porque cayera de sus manos el estandarte, poco lograron. Después, también estuvo entre los que encendieron las primeras luces en marcha de fuegos por Martí en su centenario, porque hay ideas que “calientan” de siglo en siglo, toda la vida.

No por casualidad fue después al Moncada que sirvió de alerta para la hora de los hornos, fue a la Isla presidio donde se fundó “el Movimiento”, vino en el Granma, esa “cáscara de nuez” que nos trajo desde México la esperanza definitiva, subió a la Sierra a ser parte de la locura de ganar una guerra con siete fusiles y bajó para ser el primer mambí que entró a Santiago de Cuba.

Ha estado siempre donde hizo falta, por eso el pueblo lo llama Raúl, sin rango ni grado como se le hace a un familiar querido. No faltó en la crisis de los misiles, en la limpia del Escambray, en Girón… por 49 años al frente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, en los más sensibles diálogos con los amigos soviéticos y cuando estos pasaron de ser cálidos a templados nos enseñó el camino de la supervivencia: la guerra de todo el pueblo, en tiempo de contiendas y en tiempo de paz. ¿Qué si no fue el período especial sino nuestra mayor batalla popular en los últimos 30 años?

Nunca se le vio más feliz que cuando estaba al lado de Fidel, y el placer era mutuo, “es para mí un privilegio que, además de un extraordinario cuadro revolucionario, sea un hermano”, dijo el Barbudo una vez.

En 1998 recibió de sus manos, honoríficamente, el título de Héroe de la República a la que él puso sus carnes y su sangre para enarbolar. Ocho años después el Comandante en Jefe puso en sus manos también el país, no por privilegios sino porque la Ley dicta que asume el Gobierno el Primer Vicepresidente ante la ausencia del mandatario.

Desde entonces lo vimos pelear sus mayores batallas: el escrutinio público para quien nunca quiso el poder sino el trabajo, las pérdidas del hermano Almeida y de Vilma con quien no solo se casara en el amor sino en la lucha “lo mejor y más lindo que hice en toda mi vida”, los empecinados embates de la Naturaleza al país, la muerte de Fidel.

En el noviembre más triste de los últimos casi 60 años lo vimos gigante; ahogó su dolor personal para acompañarnos en el dolor nacional. Por eso, allá en Santiago de Cuba mientras él nos aupaba en un “sí se podrá” que no solo encerraba la construcción de un mejor socialismo sino la sobrevida, la Plaza de la Revolución Antonio Maceo le devolvió un “estamos contigo” con iguales significados y mayores compromisos.

Ni antes ni después ha tenido descanso. No lo tienen los que entregan su vida a un a un sueño de nación, ese que construimos no en su nombre sino en su obra; por la obra que el Modesto General de Ejército, a 87años, seguirá siendo “un soldado”, y nosotros el ejército de la continuidad.