Fotografía del libro La memoria secreta de las hojas, de Hope Jahren en la edición de la editorial Paidós. El libro aparece junto a una planta.|Fotografía de un bosque verde en una colina con niebla en el aire.
Iñaki Calvo Sánchez

Reseña de 'La memoria secreta de las hojas' de Hope Jahren


Hace un par de semanas terminé de leer La memoria secreta de las hojas, las memorias de Hope Jahren, una geobióloga estadounidense capaz de contagiar su amor por las plantas y la ciencia a través de su escritura.

El libro me enganchó desde las primeras páginas y cuanto más leía, más claro tenía que quería escribir sobre él para compartir este descubrimiento literario con las personas que leen este blog. Pero el libro contiene tantas ideas interesantes y tantos pasajes hermosos, que me ha costado decidir cómo enfocar este artículo.

Casi que podría haberlo dejado en un tuit que dijera: «Si quieres leer una buena historia contada en primera persona por una mujer científica que escribe estupendamente y, de paso, aprender cosas fascinantes sobre las plantas, deberías leerte La memoria secreta de las hojas».

Podría haberlo dejado ahí, sin embargo, ya sabes que me gusta comentar en más detalle los libros. Así que me he dedicado a repasar el texto en busca de un par de fragmentos que justificasen mi recomendación.

¿Quieres leerlos? ¡Adelante!

Mujer y científica, una situación difícil

En estas memorias, Hope Jahren nos cuenta distintos episodios de su vida que reflejan las dificultades y la discriminación que ha vivido como mujer en el ámbito de la ciencia profesional. No obstante, ella ha sido capaz de salir adelante fortalecida, como refleja este párrafo hacia el final del libro:

Se me da bien la ciencia porque se me da bien escuchar. Alguna vez me han dicho que soy inteligente, y alguna otra que soy ingenua. Me han dicho que intento hacer demasiadas cosas y me han dicho que todo lo que he hecho viene a ser muy poca cosa. Me han dicho que no puedo hacer lo que quiera porque soy una mujer, y me han dicho que solo se me ha permitido hacer lo que he hecho porque soy una mujer. Me han dicho que puedo aspirar a la vida eterna y me han dicho que me quemaré trabajando hasta provocarme una muerte prematura. Me han reprendido por ser demasiado femenina y han desconfiado de mí por ser demasiado masculina. Me han advertido que soy demasiado sensible y me han acusado de ser cruel y de no tener corazón. Pero todas esas cosas me las ha dicho gente que ni entiende el presente ni es capaz de prever el futuro mejor que yo. Tales y tan reiterados pronunciamientos me han forzado a aceptar que, debido a mi doble condición de mujer y científica, nadie se hace una idea de qué diantres soy, y eso me ha dado la deliciosa libertad de improvisarlo sobre la marcha. No escucho los consejos de mis colegas y procuro no darlos yo. Cuando me puede la presión, recurro a estas dos frases: «No debes tomarte este trabajo demasiado en serio. Excepto cuando sí».

En estas memorias descubrirás la infancia y adolescencia de la autora en el seno de una fría familia escandinava; su paso por distintos laboratorios y trabajos; la inefable relación que tiene con Bill, su fiel acompañante en el laboratorio; sus episodios de manía; su embarazo y su maternidad; sus múltiples viajes; ¡y tantas otras aventuras!

Para mí ha sido un gusto leer cómo esta mujer ha hecho frente a las dificultades que le ha presentado la vida —muchas, como verás si lees el libro— hasta hacerse su lugar en el mundo.

La telepatía de los árboles

Decía que la historia de la autora es muy interesante, pero lo que no he contado es que entre los episodios de su vida Jahren intercala capítulos breves que nos descubren aspectos fascinantes de las plantas.

Fotografía de un bosque verde en una colina con niebla en el aire.

Para mí, el más asombroso ha sido el que explica el descubrimiento de ciertos compuestos orgánicos volátiles (COV) que las plantas utilizan para comunicarse a grandes distancias a través del aire.

Pero, dejemos que nos lo cuente ella:

En el fragor de la guerra entre plantas e insectos que tiene lugar desde hace millones de años, ambos bandos han sufrido bajas. En 1977, el bosque de King County, en el que llevaba a cabo investigaciones la Universidad Estatal de Washington, fue devastado con saña por una plaga de insectos. Encabezaron el ataque las orugas de librea: guerreros despiadados e insaciables que fueron capaces de defoliar por completo varios árboles enteros y de dañar fatalmente muchos otros, hasta el punto de provocar un descenso brusco de las poblaciones arbóreas de numerosas especies latifoliadas. Todos sabemos que es posible perder una batalla y aun así ganar la guerra, y si en algo se demuestra la veracidad de este dicho es en la historia de los árboles.

En 1979, ya de vuelta en su laboratorio de la Universidad de Washington, los investigadores dieron de comer a orugas de librea hojas de los árboles que habían sobrevivido, y las observaron atentamente mientras comían. Advirtieron que crecían de forma mucho más lenta y enfermiza de lo que es habitual entre las orugas, y que ciertamente no crecían tan bien como lo habían hecho en los mismos árboles tan solo dos años antes. Simplificando, resulta que había algún compuesto químico en las hojas que las hacía enfermar.

Lo realmente interesante, sin embargo, fue que los sauces de Sitka sanos que crecían a casi dos kilómetros de allí —árboles que no habían sufrido ningún ataque— resultaron ser igual de indigestos para las orugas de librea. En efecto, al ser alimentadas con las hojas de esos árboles distantes y sanos, las orugas se debilitaron de la misma forma, y quedaron incapacitadas para destruir un bosque como habían hecho con tanta facilidad al otro lado de la colina solo dos años antes.

Los investigadores sabían de la señalización de raíz a raíz que realizaban los árboles contiguos a través de sus secreciones subterráneas, pero los dos grupos de sauces de Sitka estaban demasiado lejos uno de otro para que se hubiera producido ningún tipo de comunicación a lo largo del suelo. No, tenía que haberse transmitido, y recibido, alguna señal por encima del suelo. Los científicos llegaron a la conclusión de que, tras sufrir las primeras heridas, la planta empezó a cargar sus hojas con veneno de oruga, lo que también desencadenó la producción de COV. Elaborando la hipótesis, supusieron que el COV habría viajado, como poco, algo más de un kilómetro y medio, y que los otros árboles lo habían percibido como una señal de alarma, y a raíz de ello habían fortificado preventivamente sus hojas con veneno para orugas. A lo largo de la década de 1980, varias generaciones de orugas murieron miserablemente de hambre a causa de esos venenos. Mediante esa estrategia a largo plazo, los árboles acabaron por invertir el curso de la guerra.

Basándose en sus años de investigación, los investigadores se convencieron de que esa señalización aérea entre los árboles era la explicación más probable. Sabían que los árboles no son personas y que no tienen sentimientos… hacia nosotros. Nosotros les damos igual. Pero quizá sí se preocupen unos de otros. Quizá durante una crisis los árboles cuidan unos de otros. El experimento de los sauces de Sitka fue una obra brillante y hermosa que lo cambió todo. Solo hubo un problema: tuvieron que pasar más de veinte años para que alguien lo creyera.

¿No te parece maravilloso? Pues si quieres leer más cosas como esta, ya sabes en qué libro encontrarlas: La memoria secreta de las hojas. Te hará ver las plantas con otros ojos y abrirá una ventana a la vida de una científica valiente y decidida.

Te dejo la referencia bibliográfica completa: Jahren, H. 2017. La memoria secreta de las hojas. Barcelona: Paidós.

¡Espero que disfrutes esta lectura tanto como yo!


Imágenes La primera foto es mía y los derechos de imagen de la cubierta del libro son de Paidós. La segunda foto es de Chang Duong (Unsplash).