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viernes, 24 de mayo de 2013

22 mayo: Lectura de cuentos en el Hogar Leonés

El pasado 22 de mayo se celebró en el Hogar Leonés de Bilbao uno de los tradicionales Encuentros Culturales que en esta ocasión contó con la presencia de los escritores Seve Calleja, José Ramón Blanco y Álex Oviedo, que leyeron sus relatos acompañados por toda una nómina de nuevos creadores.
Por un lado algunos de los miembros de la Asociación “El Espíritu de la Alhóndiga”, que ya estuvo en una pasada edición en el Hogar Leonés. En concreto, leyeron algunos textos cortos Patricia Millán (“La viva imagen”), Javier Ortiz de Cosca (“Celedonio necesito que vivas”), Sol Aguirre (“Muertes prematuras”), Joaquín Mazariegos (“Domingo de Ramos”), Conchi Plaza (“Ilusión”) y Arantza Gorordo (“El chocolate de la abuela”).
Además, en esta ocasión algunos de los participantes del taller literario que organiza  AlhóndigaBilbao y que coordinan los escritores Pedro Ugarte y Álex Oviedo, quisieron sumarse también al encuentro para proponer algunas historias. Leyeron a un público atento Andoni Abenójar (“Recuerdos sin nombre”), Pilar Pallarés (“La zeta”), Lorena Bravo (“Teodoro”), Elena Fernández (“Punto de apoyo”), Ana Arenaza (“210x295mm”), Ángel Peña (“Sillas calladas”) y Libe de las Fuentes (“Vida”).

jueves, 19 de abril de 2012

PATRICIA MILLÁN: 'De mi no-familia, bichos y demás sentimientos'

El anuncio de televisión es un engaño. Los corderos son blancos un día, y al siguiente de nacer ya se han restregado por todos los arbustos, rocas y charcos de barro imaginables, y su lana se tinta de un amarillo indefinido, o más bien, definido pero poco decoroso. Al tacto distan bastante de ser algodonosos, tal vez lija de grano grueso sea un término más ajustado. Y a su paso dejan un olor que, mezclado con el estiércol de las vacas, podríamos definir como “Eau de campagne”. Porque el campo, a diferencia de lo que me quieren hacer creer esas gentes poseídas por un espíritu bucólico, no huele a flores, ni a rocío mañanero, sino a residuos animales y gasolina. Y puestos a elegir, me quedo con la gasolina de ciudad, sin acompañamiento.
En el pueblo no existe el concepto “moda”. O tal vez sí. Depende de a quién pregunte. La tía Felisa, chanchullera y aduladora, no deja de alabar mi vestido negro, con pequeñas flores grises salpicando la raída tela negra. No me molesto en replicar que si le gusta, es porque perteneció a mi madre, y antes que ella a mi abuela. Así que seguramente le encanta porque es un vestido de su época. Tampoco le explico que he destrozado un magnífico par de zapatos de salón color nude, ribeteados en dorado, sumergiéndolos en un maldito charco de barro nada más salir del coche, barro que ha salpicado un par de delicadas medias, y una falda que cuesta más de lo que ella podría gastar en un año en comida. No hago ostensible mi indignación al ver que, veinte años después, las calles siguen sin estar asfaltadas, pero sí cubiertas de esas pequeñas bolitas negras, símbolo de la prosperidad de todo pueblo ganadero que se precie, calculada en base a cabezas de ganado. Me callo que me he visto obligada a hurgar en armarios carcomidos con olor a alcanfor y humedad, hasta encontrar algo que no me importase destrozar en este maldito paraje aislado del mundo. Porque esto, esto no es mundo. Esto es un paréntesis entre ciudad y ciudad, entre civilización y civilización, un descuido que nadie se ha molestado en arreglar, por desconocimiento, por pereza, o por no saber qué utilidad se puede obtener de cuatro casas medio derruidas en un valle perdido.
La tía Felisa, ya que estoy, no es tía de nadie. Pero siempre la hemos llamado así los que parábamos por estos aledaños. En el pueblo, todos somos algo de alguien. A mí me han presentado como la nieta de Mili “la pocholi”, prima de Aquilina, sobrina de Amparo, biznieta de Concha, la mujer de Eloy, el que se fue allá por la época de Franco, vete tú a saber dónde, porque estaban a punto de darle de ostias. Si no bastasen las referencias familiares, soy la que vive en la casa grande, la de los ricos, la de la plaza, la del balcón que da al huerto de Sole (o peor aún, de la Sole), la de los bancos de piedra a la entrada. Soy la que estudió en Bilbao, la que de pequeña se rompió un brazo al caerse de la bicicleta frente a la cuesta que va a casa de Julián. Soy de todo, menos yo. No soy nadie y soy todos al mismo tiempo. Parece que de mi cuerpo surgieran hilos que me uniesen a cada uno de los individuos de mi no familia. Y cada vez que me veo obligada a asomar la cabeza por aquí, buscan nuevas conexiones que me aten no sólo a la gente de mi pueblo, sino también hacia los que viven en los pueblos de alrededor. Nunca he sido consciente de que mi familia fuera tan grande, pero dudo que ninguno se presente en mi funeral.
La peor consecuencia de que todos seamos familia, es que no hay necesidad de intimidad. Las puertas no se cierran jamás, y cualquiera puede aparecer a las ocho de la mañana en mi dormitorio para invitarme a dar un paseo por la vega. Aparecen a la hora de comer y se sirven del plato de jamón sin ser invitados, me cogen prestada la motosierra, la cazuela grande –que vienen mis nietos a comer y la mía es muy pequeña–, un par de zapatos –que tengo un funeral y los míos están destrozados–, lo que se tercie. Y como somos familia, y en familia hay confianza, y la confianza da asco, pueden permitirse no devolvérmelo hasta que se acuerden, o hasta que lo necesite y lo reclame, o nunca. Tal vez sean sus hijos los que se lo devuelvan a los míos algún día, después de haberlo encontrado por ahí tirado en una bodega sombría y llena de telas de araña.
En la ciudad hay cucarachas, moscas y mosquitos. En el campo también. Y además, una interminable retahíla de bichos varios en color, forma y modo de desplazamiento, que, a falta de una experiencia previa negativa, se creen que están por encima de mí en la pirámide evolutiva. La gran mayoría asquerosos, y el resto, de vivos colores, venenosos. A eso sumo el ganado, las aves salvajes y de corral, y un variado surtido de alimañas y roedores, y obtengo una experiencia similar a visitar un zoológico, pero sin monos y peor. El animal que más odio, al que me dan ganas de romperle el cuello cada mañana, es el gallo. Muy digno él, despertando con soberbia a todo ser viviente en kilómetros a la redonda. Teniendo sólo dos cometidos en la vida (cacarear y reproducirse), bien podría haber elegido otros horarios.
Despertarme en el pueblo es una sensación muy desagradable, porque tengo por delante horas de hastío que no sé con qué rellenar, así que opto por dormir mucho: me acuesto a las diez y me levanto a las doce. De esta forma sólo tengo que ocupar diez horas al día. Si resto hacer la comida y comer, quedan nueve. Explorar el desván, ocho. Leer, cinco. Emplearía una hora en bañarme si el agua no llegase directamente de la montaña, gélida, sin posibilidades de poner en marcha el maldito calentador. Así que sólo puedo rebajar unos diez minutos. El pelo me lo lavo con agua que caliento en la cazuela grande –que vienen mis nietos a comer y la mía es muy pequeña–, siempre que no me la hayan cogido prestada. Si no, en dos veces en la cazuela pequeña.
La única vez que pensé en darle al lugar una segunda oportunidad, y llevé mi mejor equipamiento de montaña, dispuesta a disfrutar de una florida primavera, nevó. Seis días encerrada en una cocina minúscula, con techos bajos que demuestran que las nuevas generaciones ganamos al menos en centímetros, si no en otras cosas. Al calor de un horno de leña, que me provocó un dolor de cabeza bastante notable, pero al menos no la muerte por asfixia.
Mi familia siempre me ha dicho que a los treinta aprendería a disfrutar del pueblo, sus paisajes, el sosiego. Me quedan seis meses y, o el golpe en la cabeza que me he de dar será muy fuerte, o dudo que el odio que me inspira termine de repente.

domingo, 26 de febrero de 2012

PATRICIA MILLÁN: 'De la teoría de Darwin'

Me decido por fin, doctor, a explicarle la evolución de lo que usted ha dado por llamar “mi enfermedad”. ¡Qué equivocado está! No hay enfermedad alguna que asole mi mente, mis acciones vienen dadas por un proceso natural de la razón. Pero comprendo que, dado que usted tiene una capacidad intelectual limitada, necesite que le aporte luz en este asunto. 
¿Ha oído hablar de la teoría de la evolución? ¿De la selección natural? Darwin tenía un intelecto superior, ¿no está usted de acuerdo? Su habilidad para juntar disciplinas, para desenmarañar los intrincados hilos de la genética a través de la observación… Desde que tenía siete años, he pensado mucho en sus principios. Y también en sus limitaciones, y he llegado a una conclusión: la evolución es demasiado lenta. Generaciones perdidas para lograr la supervivencia de los mejor adaptados.
En aquel verano de mis siete años, hacía un calor en casa de mis padres como no se había visto en décadas. Y la sucia y pegajosa humedad atraía a cientos de insectos a mi habitación, efecto aumentado por el dulzor de los repugnantes postres que a mi madre le entusiasmaba preparar, kilos y kilos de azúcar, nata y mantequilla que engrosaban los centímetros de su cuerpo.
Pasé mucho tiempo estudiando los movimientos de moscas y mosquitos. Su existencia estaba vacía, era evidente que las teorías de Darwin harían mella en estas especies. Y entonces llevé a cabo mi primer trabajo: recogía una a una las moscas que lograban entrar en mi habitación, las atravesaba con un palillo, y las quemaba en una lata de conservas. ¿Sabe lo que pasó, doctor? Nada. No luchaban, no se quejaban. Tal vez había atravesado su sistema nervioso, o a lo mejor asumían su destino. Había llegado antes de lo esperado, pero era inevitable. Sin decir nada me daban la razón, yo no hice más que acelerar lo que habría de ser. ¡Era tan lógico! ¡Y sin embargo, mis padres no fueron capaces de entenderlo! Yo había sido elegido para favorecer la evolución, y ellos eran un obstáculo.
Como las moscas, tampoco se quejaron. Aún veo en sus ojos abiertos la sorpresa, sin ser conscientes de que nada iba a cambiar cuando ya no estuvieran. Fue la última vez que usé el fuego para cumplir con mi designio, es un método demasiado engorroso y llamativo.
¡El mío es un trabajo tan arduo! ¡Tan eterno! Pocos son los destinados a sobrevivir. Los demás son trabas que una vez eliminadas, harán de los que queden una especie superior ¡Estoy logrando acortar el proceso, acelerarlo! ¿No tendrían que estarme agradecidos? Mírese en el espejo, doctor. ¿Acaso no ve que es usted uno de ellos? ¿Y yo? Yo también me he quedado atrás en el proceso evolutivo, no soy lo suficientemente inteligente. Me di cuenta cuando maté a mis padres.. Era imposible que la genética permitiera que la descendencia de esos absurdos individuos fuera mejor que ellos.
Pero no se preocupe doctor, usted contribuirá a mi proyecto aunque no lo entienda. Me han quitado mi pistola, pero no importa, siempre puedo volver a los inicios, y el fuego es igual de efectivo. Sólo una cerilla después de atrancar puertas y ventanas.
Piense en ello doctor, piense en lo que ahora haremos por la humanidad.

jueves, 26 de enero de 2012

PATRICIA MILLÁN: 'Conflicto bélico'

Fijo mi objetivo. No puedo dejar que nada se interponga, que nada me distraiga. Los nervios se abren paso y me mantienen alerta. El sudor se filtra por mi piel, cae, deja un rastro fácil de seguir por los pliegues de mi ropa. Vela mis ojos, parecen cubiertos por cataratas. A mi lado, detrás de mí, les siento. Les oigo. Vociferan, rugen. Su objetivo es el mío. Será una lucha absurda, abocada al fracaso de unos o de otros, en realidad, de todos. En mi avance recibo un impacto en la cara. Siento el sabor metálico de la sangre en la comisura de mi boca. Miro a mi alrededor para saber de dónde viene el ataque. De pronto, tropiezo con uno de los caídos, uno de los que no consiguieron la victoria, uno más en esta guerra inútil. Caigo, no hay a qué agarrarme. Me adelantan por los flancos, pasan por encima de mí. El objetivo desaparece de mi vista. He perdido la batalla, y lágrimas de furia me inundan y se mezclan con el sudor. ¡Maldita sea! Si yo sólo quería una camiseta en oferta.

miércoles, 11 de enero de 2012

PATRICIA MILLÁN: 'GANCHILLO'

Se echó a reír al mirarme. Mi cara mostraba un odio irracional que sólo es posible en una niña de ocho años. ¡No me sale! A ver cariño, no digas que no te sale si no lo intentas primero. ¿Cómo te he dicho que era? Tres de cadeneta, punto medio, punto alto, otros tres de cadeneta y se cierra. ¡Es que no tienes paciencia!
No había forma de que me quedase como a ella, que llevaba décadas ensayando puntos de cadeneta, torcidos, derechos, altos, bajos, abiertos y cerrados. La vida también al final se repliega sobre si misma. Pronto podrás explicármelo de nuevo.
Para Feli

martes, 30 de agosto de 2011

PATRICIA MILLÁN: 'Entelequia'

En el fondo de mi armario, entre ropa sucia, bolsos y calcetines desparejados, escondo un cuaderno. Es pequeño, con cubierta de piel negra, y  hojas que amarillean. Lo usé por primera vez el día que empecé en la universidad. Recuerdo las palabras del profesor como si las hubiera dicho hace diez minutos: “Creer que todos ustedes van a terminar la carrera es una entelequia”.
Me avergüenza admitirlo: tuve que usar el diccionario al llegar a casa.
Después, cogí ese cuaderno y anoté: “Entelequia. Cosa irreal”.
Esta es la historia de la lista de palabras que algún día usaré en un relato.

viernes, 1 de julio de 2011

PATRICIA MILLÁN: 'Abismo'

Es extraña esa sensación de dejadez, cuando la mortífera señora te envuelve con lazos de seda, engañosos, cual musicales quimeras de cola de pez.
Bajo su mirada, un suelo que alcanza en apenas unas fracciones de segundo. Sin tiempo a despedirse, a una última palabra, a un suspiro de alivio o de arrepentimiento. Como único obstáculo, una barandilla antigua de forja, con aire envejecido, fácilmente salvable. 
Más que avanzar, se arrastra milímetro a milímetro por el suelo de baldosa cerámica. Cada movimiento la acerca un poco más al fin, y la mezcla de ansiedad y emoción se confunden en ella. En un acto inconsciente, o tal vez mecánico, de tan interiorizado. Todo se desdibuja como una dulce neblina: causas y consecuencias.
El ansia de vida se refleja en un postrero y desesperado bombeo de adrenalina. Su oído se agudiza, buscando señales, conexiones lejanas con el mundo olvidado que la traigan de vuelta.Bajo su mirada, el vacío. Un último paso, una última decisión. 


Patricia Millán. Bilbao, 1982. A pesar de una vocación innata por las ciencias, siempre he sentido atracción por el olor a papel añejo de ediciones descatalogadas. Ahora busco un hilo de unión entre ambas disciplinas, no por distintas incompatibles.

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