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Julio 27, 2015.-Venezuela se ha convertido en un río de sangre. No es una metáfora, es una repugnante realidad que duele en el alma, duele en los gritos de las madres junto a sus hijos, de las esposas sobre las urnas, de los hermanos que se quedan sin hermanos. De los amigos que pierden a sus amigos. De los venezolanos que nos perdemos unos a otros sin merecerlo.

Cuando la violencia se vuelve cotidiana, ya no nos sorprende, los brutales asesinatos, a plena luz del día, con ensañamiento y premeditación, empiezan a formar parte de estadísticas, son tantos que no da chance de terminar de asimilar uno para leer en los portales informativos los que van suscitándose segundo a segundo, como un país en guerra, pero una guerra no declarada.

Las cientos de muertes mensuales pasan a formar datos abstractos, de un ranking que nos ubica como el país más violento del continente. Y ya. No pasa más nada. Esa realidad se olvida porque es la muerte de otros.

Es un miedo que no estalla en los anuncios de las calles o en los diarios. No hay invasiones o cielos cubiertos de aviones, es una guerra que sientes por dentro. Casi como una fobia. No sabes si manifestar el miedo o esconderlo. No acabas de ver claro si estás exagerando o infravalorando.

No hay sirenas de alarma, pero llegan informaciones de lo más divergentes. Dicen que la guerra es de bandas, que se matan entre ellos. Pero nadie sabe dónde se encuentra la frontera entre lo que es suyo y lo que no lo es. Escribió  Roberto Saviano en su obra maestra “Gomorra” y lo traigo a colación porque es exactamente el sentimiento que experimentamos en las calles, en las casas, de norte a sur del territorio nacional.

Vamos a suponer que su nombre era José, pero puede que no sea José, sino David, María, Rosa, Carlos. Tú hermana, o mi vecina, la hija del panadero, o la sobrina de la profesora de la universidad. Puede que sea el papá de una compañera de trabajo, o el hermano del jefe. Puede que sea mi cuñado, o tal vez el esposo de tu hermana. O ninguno de ellos sino tú mismo.

José estaba felizmente casado, se dedicaba a trabajar y a ser padre de dos hermosos niños. Una mañana fatídíca salió a ganarse la vida como cualquier otro venezolano, con su celular en el bolsillo y su anillo de bodas en el anular derecho. Porque uno tiene plena libertad de cargar puesto un anillo y a disponer de un dispositivo, naturalmente. Pero a unos hombres se les antojó robarlo.

No se conformaron con amedrentarlo, querían más, querían sentirse realizados disparándole, pero no en un pie, ni en una pierna. Le apuntaron al rostro y descargaron el arma. Lo dejaron tendido, bañado en sangre pensando quien  sabe en qué. Quizá en su esposa, que es mi amiga, o en la cena caliente que le esperaba al llegar a su hogar. En la sonrisa de sus hijos, en cargarlos. En tantas cosas de las que ya no habrá chance.

En adelante la historia se oscurece, pasa de color a escala de grises, a gritos, a llantos desesperados. A recriminaciones, a preguntas sin respuestas. A rostros envejecidos en segundos por el dolor de una pérdida por demás injusta e inesperada.

José tenía derecho a vivir, sus hijos tenían derecho a crecer con su papá, su esposa tenía derecho a seguir amándolo en vida, su mamá merecía seguir abrazando a su hijo. Todos tenemos derecho a morir de viejos en un país que en antaño fue tierra de paz, pero no con una bala incrustada en las sienes o en el abdomen, por un par de zapatos, por un anillo, por un carro, por lo que sea, hasta por no tener nada.

A continuación citaré un fragmento de Ernest Hemingway de su obra: “Por quién doblan las campanas”:

Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra.; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti

El relato de José que a partir de mañana para los organismos oficiales será sólo un dato, dejará un espacio insustituible para su familia y amigos, por supuesto. Y es similar a la de miles de venezolanos que pasan por tal situación todos los días.

Los casos son variados, injustos. Sacados como de película, de surrealismo puro. Pero cercanos a nosotros. Justo en este momento se registran detonaciones en tu barrio, dentro de una casa o en una tasca. Alguien cae al suelo, un sujeto anónimo para quienes se agolpan alrededor.

Un hogar que se enluta, un cuerpo inerte que no verá más la luz, ni a su familia, ni a él mismo en el espejo. No porque una enfermedad le haya afectado involuntariamente, sino porque alguien más-por motivos diversos- ha decidido empuñar un arma y cegarle la vida.

http://www.lapatilla.com/site/2015/07/27/venezuela-donde-la-vida-vale-un-anillo-o-un-par-de-zapatos-o-nada/